DERECHOS Y POLÍTICAS DE LA ANIMALIDAD
¿De qué hablamos cuando hablamos de derecho(s) animal(es)?: una breve introducción
Guido Ferro
El problema de la inherencia
Si tomamos el suficiente coraje para enunciar el interrogante por la cuestión de los derechos animales en los pasillos de muchos tribunales o en las aulas de muchas facultades de Abogacía, seguramente nos encontremos con cierta respuesta que emerge de modo casi automático: los animales carecerían de derechos. En todo caso, nos dirán, podrán ser objetos de protección o las potestades jurídicas serán del “dueño” humano, pero no del animal.
Esta fue la posición dominante durante mucho tiempo y, sin embargo, ciertos cuestionamientos, ciertas revisiones han ido abriéndose camino de un tiempo a esta parte, erosionando la incolumidad de dicha respuesta tan unívoca. Aquellas decisiones judiciales que otrora otorgaban –como lastimosamente continúan haciéndolo numerosas legislaciones a nivel local y comparado– a los animales no humanos el mero estatus de cosa, muchas veces les reconocen hoy el carácter de titular de derechos. Y, sin embargo, este tipo de reconocimientos sigue erigiéndose como una posición incómoda dentro del orden del derecho, esto es, siguen operando en los márgenes del sistema jurídico. La pregunta, entonces, quizás ha de reformularse: más que interrogarnos sin más si los animales no humanos son sujetos de derechos (enunciación que implica presuponer una suerte de “inherencia” de ciertos derechos reconocidos a ciertos entes per se), más bien hemos de cuestionarnos por qué (aún hoy) nos es tan difícil dentro del campo del derecho repensar qué existencias pueden ostentar derechos.
Las siguientes líneas lejos están de pretender cualquier respuesta omnicomprensiva a dicha pregunta. Intentaremos muy brevemente conjugar parte de la praxis jurídica con ciertas lecturas filosóficas a los fines de esbozar algunas primeas aproximaciones al problema, que inviten a otras miradas, ajenas a las aún hegemónicas, y que colaboren –tal como es nuestra intención en Animula– a una difusión colectiva crítica, a un pensamiento común desde la diferencia y desde la interdisciplinariedad sobre un asunto que nunca puede sernos ajeno.
El problema del sujeto
La(s) respuesta(s), entonces, a este interrogante, decíamos, admite múltiples aristas, pero podemos atrevernos a ensayar un posible comienzo de explicación en términos filosóficos. Todo el ordenamiento jurídico contemporáneo gira en torno a un pivote común: la noción de sujeto de derechos.
Ríos de tinta se han escrito al respecto, y quizás dicho concepto pueda mentarse como uno de los principales capítulos de toda filosofía del derecho, pero en lo que aquí nos atañe nos podemos atrever a delinear una definición (pragmática) provisoria: es sujeto para el ordenamiento jurídico aquél que éste considera como titular de derechos y –en un sentido clásico del término– obligaciones. Como toda noción abierta no deja de ser problemática, ¿quién es y quién (o qué) no es sujeto de derecho?, ¿cómo delimitamos ese quién? Si lanzamos una rápida mirada retrospectiva veremos que el sujeto fundacional, es decir el eje en torno al cual se constituyeron los ordenamientos jurídicos occidentales desde la Modernidad siempre fue uno y el mismo: el hombre blanco, propietario, “capaz”, cis-heterosexual, europeo. El orden del derecho se erigió así como una herramienta de protección de potestades: de libertades y propiedades. Los que escribieron declaraciones que listaban tales y cuales derechos fueron quienes se encontraban en una situación suficiente de poder como para proteger aquello que consideraban propio, suyo. El problema que reviene, no obstante, fue y es qué ocurre con aquellos que quedaron en los márgenes, quienes fueron arrojados hacia la más abismal desprotección en este supuestamente “universal” reconocimiento de derechos.
El problema de lxs otrxs
Con el paso del tiempo, no obstante, ese edificio jurídico que se consideraba tan sólidamente construido tuvo siempre, en los mismos andamiajes y cimientos, su posibilidad de deconstrucción. Aquellos otros, aquellas vidas –para parafrasear a Butler–menos vivibles, es decir, aquellos que no cuajaban con el estándar de sujeto hegemónico, cargaron con la imposible tarea de desandar caminos, de resignificar términos, de arrancarle al orden del derecho otras protecciones. Ese derecho antropocéntrico y androcéntrico (centrado en el humano y en el varón) se vio asediado, atravesado por la diferencia. Y así mujeres, niños, migrantes, personas de orientaciones sexuales e identidades diversas, personas con discapacidad, entre muchos otros pujaron por transformar aquella norma que, en sus enunciaciones de pretendida universalidad igualadora, se presentaba en términos prácticos como herramienta de exclusión; hicieron visible desde la praxis ese choque de espadas –para hacer uso de cierta metáfora foucaulteana– que da cuenta del carácter más político, más belicoso de todo derecho: el derecho ya no como “inherente” a un tipo de humano por definición, sino el derecho como lucha, como terreno de disputa frente a las hegemonías.
Es que cuando hablamos de derecho –y vale traer aquí aunque sea someramente otra distinción analítica de Foucault que resulta de suma utilidad– no sólo hemos de pensar en la ley sino más bien en su carácter de norma. El derecho no sólo regula y excluye, sino que en su mismo movimiento de la pretendida exclusión, forma, define, construye subjetividades. Uno de los mayores errores conceptuales –al menos en términos políticos– es suponer que el derecho se desentiende de aquello que deja desprotegido. Pensar en tales términos implicaría creer que la solución al problema de la hegemonía de cierta subjetividad jurídica radicaría lisa y llanamente en “sumar protecciones”. Así, el mejor derecho sería, siguiendo esta línea argumental, el que más regula, aquél cuya sumatoria de regulaciones específicas arroja el número más prolífico de campos legislados. Un derecho que tienda al infinito, en una concesión constante de “protecciones” a esos otrxs. Y el problema de este tipo de tesis se puede colegir con claridad: si el derecho sólo se dedica a conceder no estamos más que ante un orden jurídico de la limosna: un sistema que continúa centrado en un tipo de sujeto (aquél que describimos con sus caracteres en líneas anteriores) que, de cuando en cuando, admite ciertas protecciones específicas para los que no se adaptan, aquellos que no alcanzan, en la escala de caracteres metafísico-jurídicos ya mentados, a su estatus de (supuesta) elevación.
Desde una mirada interseccional, la lucha de diversos colectivos viene pujando hace años por descentrar este tipo de comportamiento de los ordenamientos jurídicos. Un binomio (político-)conceptual que echa luces al respecto es la distinción entre integración e inclusión por la que han bregado tan hondamente los movimientos de personas con discapacidad. No es lo mismo pretender reconocer algunos derechos especiales para ciertos grupos en el ámbito, por ejemplo, de la educación, que verdaderamente incluir desde la misma diferencia. Inclusión que de ningún modo implica equiparación que borre lo distinto, sino que más bien acumune desde la riqueza de lo diferente. Este tipo de planteos –que asumen características particularísimas para cada grupo– dan cuenta de experiencias que han procurado socavar la hegemonía del derecho que sólo concede, y que lo han erosionado en sus más fundamentales estructuras. Los ejemplos se multiplican felizmente en términos históricos: el reclamo por la participación activa del colectivo LGBTI+ y de mujeres o feminidades en las legislaciones que los afectan es otra constatación epocal de cómo esas vidas menos vivibles, esxs otrxs, ya no se conforman (ya no nos conformamos) con un reclamo externo a ese orden de ciertos dueños que arrojan migajas legislativas de cuando en cuando: luchamos por des-estructurar, des-centrar a ese sujeto tan particular que siempre se posó en las bases del derecho; dejando de lado la infantil ilusión de eliminar al sujeto sin más –como si bastara un plumazo jurídico para desplazar un concepto metafísico–, la lucha radicó y radica –para ponerlo en términos derrideanos– en asumir la infinita tarea de re-inscribirlo, re-formularlo, re-pensarlo.
El problema del bienestar
Amén de la deconstrucción que –Justicia mediante– evidenciamos en el derecho a partir de las luchas de colectivos como los mencionados (entre tantos otros), la problemática animal asume caracteres particularísimos. Y es que, si bien el androcentrismo del derecho lleva casi un siglo de horadaciones importantes, cierto es que su carácter antropocéntrico parece indestructible en múltiples discursos y dispositivos. Resignificada, re-escrita, re-pensada, la única subjetividad jurídica posible parecería seguir siendo la humana, el único quién del derecho parecería ceñirse exclusivamente al animal humano. Esto se ve con claridad si leemos la fría letra de, por ejemplo, “nuestro” Código Civil y Comercial Argentino. Allí, los animales directamente son enunciados como “cosas”. En tanto cosas, todo animal se convierte en objeto disponible para el humano, en un recurso más, en un medio más a ser utilizado, explotado, maltratado para los fines del hombre.
Amén de lo dicho, no podemos desconocer que buena parte de la deconstrucción en el campo de los derechos de los animales tuvo que ver con intentos de protección. Argentina, como muchos otros países, cuentan con leyes que procuran “proteger” a los animales, pero –como bien señalamos antes– dichas soluciones sólo operan a modos de parches que no implican desplazamiento alguno de la hegemonía que esconde la subjetividad prototípica del derecho. Así, muchas de ellas se inscriben en lo que podemos denominar bienestarismo. Es decir, una concesión de protección limitada a la existencia animal –minimizando, por ejemplo, las condiciones de sufrimiento– pero aún como “algo” de lo que el humano puede legítimamente disponer. Explotarlos, o, bajo cierto eufemismos, utilizarlos, pero con el acento en cómo lo hacemos. Que sea, para decirlo en términos simples, una “explotación cuidada”. El animal como mero objeto de protección bienestarista dista mucho, claro está, de un reconocimiento real de derechos.
¿Y entonces…?
Seguimos habitando en el marco de un derecho al que hemos de arrancarle concesiones. Mientras metafísicamente opere en sus supuestas bases un mismo tipo de sujeto, y mientras –de modo inexorablemente enlazado– el texto de la ley siga siendo escrito, en su mayor medida, por la pluma de esos hombres, toda ruptura de este vicioso círculo seguirá inscribiéndose en el orden de la excepción.
Las irrupciones de la Justicia en el campo de los derechos de los animales muchas veces se abrieron paso a través de la jurisprudencia, esto es, de las producciones de los Tribunales ante los reclamos de personas o Asociaciones Civiles, e incluso de la legislación comparada de otros países. Recientemente en Animula relatamos en profundidad y desde una perspectiva crítica un caso específico de resarcimiento por maltrato animal y una modificación de la legislación española que explicita la sintiencia de ciertos animales. Dichos casos obran como epítomes de este tipo de excepcionalidad de los aún tan sólidos andamiajes del orden jurídico.
En la polifonía –gratamente– cada vez mayor del derecho, su misma composición excluye toda posibilidad de voz animal. Y es que si es un orden demasiado humano, quizás una posible respuesta radique en aquellas experiencias que, como el eco de las “profecías” de Zaratustra, se atrevan a superar ese carácter, a abandonarlo. Las aventuras jurídicas en este sentido no son pocas en términos contemporáneos: basta pensar, por ejemplo, en los intentos –más o menos acabados– de las legislaciones boliviana, colombiana y ecuatoriana en cuanto a reconocimientos de derechos a la Madre Tierra, a ríos y a cuencas. Pensar en una interseccionalidad ya no sólo en términos humanos, sino en el encuentro de derechos humanos, animales y naturales, quizás sea el porvenir más fructífero en términos de las luchas por nuevos reconocimientos de derechos y nuevos modos de entender el orden jurídico.
Vale insistir en ello: nadie piensa en un derecho que borre al sujeto, sino que se atreva a descentrarlo, a re-inscribirlo. En tanto el Derecho siga estando atravesado en sus fundamentos por el antropocentrismo y el antropoespecismo, es decir, en tanto el ordenamiento jurídico se siga constituyendo en una manifestación y refuerzo de aquella concepción tan extendida de que el hombre es el centro de todo, el amo y señor de todo, poco espacio habrá para cambios que posibiliten una real apertura hacia ese otro animal, e incluso hacia ese otro Tierra, aire, agua... Hacia ese otro, ya no en tanto recurso, ni cosa u objeto de protección, sino en tanto Otro, ni mejor, ni peor, distinto con el que formamos una comunidad sin jerarquías pétreas, sin epicentros incólumes de poder. Quizás, sólo quizás, ese sea el primer paso hacia un nuevo modo de pensar esta herramienta por ahora humana, demasiado humana, que llamamos tan celosamente nuestro Derecho.
Octubre 2022 | Categoría: Artículo