¿Por qué un veganismo en Latinoamérica?
¿Por qué un veganismo en Latinoamérica?
Ana Sorin
“Latinoamérica” quizá nombre una hibridación maltrecha, un malentendido apenas inteligible. Diciendo esto hemos de aclarar rápidamente que antes que de confesar alguna especie de autodesprecio, esa caracterización procede del intento por aproximarse al complejo entramado de tensiones que cifraron históricamente nuestra identidad.
No bien oímos “Latinoamérica” una serie de avatares bien conocida comienza a desfilar. “Tercer mundo”, países “en vías de desarrollo” o en el mejor de los casos “economías emergentes” indican lo incompleto y rudimentario de su situación tanto como el camino que tiene por delante. Todo esto marida muy bien con el sitio que le cabe en el mapa universalmente aceptado, o acaso en el modo tradicional de leerlo, porque cifra no sólo qué está abajo sino qué es “abajo”. Abajo es estar vinculadx a materialidad, y así es que Latinoamérica, arremangada y con las manos hundidas en la tierra, ha proveído de materia prima a los países de industria desarrollada. El flujo de coincidencias sugerentes podría seguir, pero, ¿se trata este diagnóstico de postergación verdaderamente de una “situación” como de un concurso de circunstancias más o menos fortuitas? ¿Es azaroso?
Podría dudarse. Tal como Marx nos enseña, en su relectura de la dialéctica amo-esclavo, que la burguesía no puede destruir al proletariado porque lo requiere tanto como a su capital, el “primer mundo” no puede aniquilar a los países orbitales. Puede condicionarlos económicamente, sancionarlos e incluso llegado el caso invadirlos, pero no exactamente eliminarlos (y en general, los condicionantes que pudieran hacerse, por ejemplo, mediante organismos financieros internacionales, son más eficaces y redituables que el despliegue militar). En la lógica hegeliano-marxiana, eso es así porque la muerte del antagonista redunda en su propia muerte. En términos más directos, la buena salud de los países desarrollados –cuyo principal indicador es, huelga remarcar, un alto “índice de desarrollo humano”– pende de la espoliación regular y organizada de su periferia. Ahora bien, lo que quisiéramos sugerir es que cuando no se trata de actores antagónicos ese límite desaparece. Allí el exterminio parece posible sin mayores costes, sin otra cosa que ganancia.
Porque aunque relegada al “subsuelo” de la servidumbre, la constitución identitaria de lo que llamamos “Latinoamérica” ha pendido históricamente de un férreo extractivismo y de la explotación de pueblos nativos, asimismo animalizados. Ambas cuestiones van enlazadas. En otros términos, ha reproducido la lógica sacrificial padecida, pero al modo de la purga. Y esto reconduce a la hibridación maltrecha mencionada al principio: “latino-américa” entiende a sus –idónexs– habitantes como emisarixs de otra tierra que la que pisan.
En el caso argentino en particular, donde nos centraremos especialmente, esta circunstancia de “entre” cala bastante hondo: si hemos descendido de los barcos, se comprende no sólo por qué en efecto el arte aymará o guaraní son irrelevantes, sino por qué es el Facundo de Sarmiento –y no, por ejemplo, Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla– el exponente privilegiado de la literatura nacional. “Literatura” que no es cuento, habría que decir, porque es imposible en este punto no recordar la “Ley de Enfiteusis” de 1826 o la mal llamada “Conquista del desierto” (1878-1885) como contrapuntos contemporáneos. Esto sin duda adquiere avatares de distintos carices en cada país de la región (Brasil, Ecuador o Argentina tienen conformaciones distintas y no son, en este respecto, exactamente intercambiables), pero la matriz indicada es ostensible en cada caso: la matanza ha sido requerida para hacérselas de la tierra, las más de las veces destinada a la producción de materia prima posteriormente vendida en el mercado internacional de cara a la obtención de divisas.
Lejos de haber quedado en una memoria lejana, este funcionamiento está a la orden del día. De hecho, Svampa (2019) acuña el término “neoextractivismo” para referirse a una nueva fase de acumulación de capital que tiene lugar en Latinoamérica a partir de los primeros años del 2000, y que está ritmada por expansión de la frontera agrícola y el monocultivo en el medio del auge de los precios internacionales de las commodities. A ello hay que agregar la expansión petrolera y energética, así como de la minería a cielo abierto, entre otras actividades extractivas. La diferencia en esta oportunidad, sugiere Svampa, es que estos manejos correspondieron a gobiernos “progresistas”, que se caracterizan por levantar una férrea crítica al neoliberalismo y al Consenso de Washington en general, y defendieron el rol activo del Estado como garante del ascenso social: exportar productos con escaso valor agregado de cara a aprovechar el boom de las cotizaciones internacionales, sacar ventaja de las “riquezas” autóctonas para alcanzar superávit fiscal y redistribuir el excedente con un criterio inclusivo.[1] El ascenso social se leyó, entonces, unidireccionalmente como ampliación de la capacidad de consumo.
Mientras duró tal impulso estas políticas gozaron de una fuerte legitimización social. El extractivismo ya no se leyó en la línea de un yugo a todas luces racista, sino de cierto empoderamiento “nac & pop” y del robustecimiento de la soberanía y la democracia.[2] Sin embargo, podríamos comenzar por tomar aquí las palabras de Gudynas, y señalar que se trató de “estilos de desarrollo convencionales y no sustentables desde el punto de vista ecológico, incluso bajo gobiernos ‘progresistas’ o de la nueva izquierda”.[3] Desde este punto de vista, cabe preguntar soberanía de quiénes y democracia para qué: si es evidente que el impacto ambiental no es escindible de su correlato al nivel de las comunidades locales y el campesinado, se ve a las claras que la antedicha inclusión atañe principalmente a las grandes urbes (cuyos lindes no se ven amenazados, y que no tienen fumigaciones “a la vuelta de la esquina”). De allí que Svampa interpele la “ilusión desarrollista” que nutre a estos gobiernos populares, y vea allí no sólo una continuación sino incluso una profundización de las políticas de los siglos XIX y XX.[4] De hecho, tal como reinscribe relación centro-periferia al interior del país, el neoextractivismo no discute la matriz colonial de la presencia de capitales extranjeros en países periféricos. Arrasar con comunidades y ecosistemas enteros para instaurar el monocultivo en tierras que cada vez necesitarán mayores cantidades de fertilizantes y plaguicidas.
En este punto quisiéramos tomar prestadas las palabras de Machado Aráoz, que explica que el extractivismo, lejos de resultar accidental o fortuito, es connatural al desarrollo del capitalismo, en la medida en que es “un producto histórico-geopolítico de la diferenciación-jerarquización originaria entre territorios coloniales y metrópolis imperiales; los unos pensados como meros espacios de saqueo y expolio para el aprovisionamiento de los otros”.[5] De hecho, hace un momento referimos a los países “desarrollados”, caracterizados por un alto “índice de desarrollo humano”, que a su vez resulta de una ecuación relativa a la calidad de vida, el grado de alfabetización y el ingreso per capita. Si tomamos en serio las palabras que venimos citando, hemos de decir que esos rótulos, aunque bañados de una supuesta asepsia analítica, no vienen sino a justificar la explotación de los países de donde parten, tanto como a esconder sus daños. ¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo posicionarse ante la matriz de esta explotación que parece no tener coto y que perpetúa el predominio de sectores y países cuyo juego estructuralmente excluye todo cuanto mana de estas latitudes? Bajo esta tesitura, ¿estamos realmente en condiciones de confiar en el “capitalismo verde”?[6]
En este breve y modesto apunte quisiéramos señalar la fecundidad del veganismo en este respecto. Si enhorabuena ha acontecido en América Latina lo que Svampa llama una “feminización de las luchas”,[7] en consonancia con un “giro ecoterritorial”,[8] creemos que convendría entonces propiciar asimismo un giro “animalista”. Contra cierto prejuicio habitual, éste versaría menos sobre un refinamiento pequeñoburgués de los hábitos meramente individuales de consumo en clave plant-based que sobre una crítica que presta atenta vigilancia a los “circuitos del capital”[9] que subyacen a los vigentes modos de producción. Circuitos que, por cierto, necesariamente penden de las relaciones de sujeción históricas, y cuyos efectos son asimismo multidireccionales (como empezamos apuntando en el caso de Latinoamérica). No se trata exactamente de defender lo animal en detrimento de lo humano, sino de comenzar desconfiando de lo que esto último nombre y de tomarlo, en todo caso, como una categoría jerárquica y en disputa. Creemos que no es posible defender a las humanidades secundarizadas sin hacer cambiar de color el estatus de ese rótulo y que esa constituye una buena ocasión para rever las relaciones con sus otros, y que asimismo es perentorio que el veganismo se nutra de una crítica decolonial.
En lo que concierne a las existencias no humanas (animales y no animales) en particular, va siendo hora de que comprendamos que no sólo no son aniquilables, sino tampoco exactamente explotables porque –por si caben dudas a esta altura– comparecemos con ellxs. Pero antes que pretender rearticular la tensión sostenida propia de una relación dialéctica, el deseado “giro” transitaría por señalar en dirección de un “ser-con” diferente, que entienda la identidad ya no de modo oposicional ni antitético, sino materialmente anudada en una comunidad imposible con lo distinto. ¿Derechos de quiénes, soberanía cómo y democracia para qué? Ninguno de esos términos está salvo de complejidades (en especial si se pretende trasladarlos por fuera del radio de lo idóneamente humano), pero hete aquí que el veganismo no puede sino reeditar esos interrogantes de modo insomne.
Se trataría, en suma, de poner énfasis sobre el límite que cifran lxs otrxs en cada acto de producción y consumo, en toda su hondura política. Otrxs que nos asedian y contaminan, que interpelan lo que pensábamos la esfera de lo propio, pero que albergan una extrañeza insoslayable. Y por ello, porque la atención animalista se aproxima a la vida y los cuerpos de lxs otrxs como límite (como algo que precede, y sobre lo cual no se tiene soberanía), llama a debate la consideración del progreso como ampliación del consumo y pone coto al reciclaje capitalista de toda consigna. Quizá acaso sea el único modo de salir del brete.
[1] Svampa, M., Las fronteras del neoextractivismo en América Latina: conflictos socioambientales, giro ecoterritorial y nuevas dependencias, Guadalajara, CALAS, 2019, p. 16 y ss.
[2] Sin duda hay matices significativos en la región. Por ejemplo, fue en ese mismo marco que Bolivia reformó su Constitución y concedió autonomía a pueblos indígenas y comprendió a la Pachamama como sujeto de derechos. Otro tanto se podría decir de Ecuador. En todo caso, habría que emprender un estudio que explorase los alcances e impactos de tales reconocimientos. Por lo pronto, no sucedieron movidas semejantes en Argentina. “Desde el análisis de las matrices descolonizadoras es posible reconocer dos tendencias dentro de los gobiernos progresistas. Por una parte, la matriz Populista-desarrollista, la cual tenía como prioridad una dimensión reguladora y centralista, y propendía por la vuelta o recreación de un Estado-Nación. Por otra parte, la matriz indianista e incipientemente ecologista, defendía la autonomía de los pueblos originarios, el respeto y cuidado del Medio Ambiente, procurando incorporar la diversidad socio cultural de los pueblos originarios en el sistema político, proponiéndose como en el caso de Bolivia, un Estado Plurinacional” (Carrasco Henríquez, M. L., Contreras Tiguaque, C. A. y Rincón García, J. “Reprimarización de la economía y conflictos socioambientales: Incidencia en la democracia en América Latina”, Revista De Ciencias Sociales, nro. 27, 4, 2021, p. 451).
[3] Gudynas, E., “La ecología política de la crisis global y los límites del capitalismo benévolo”, Íconos. Revista de Ciencias Sociales, nro. 36, 2010, p. 54. Véase también Gudynas, E., “Si eres tan progresista ¿Por qué destruyes la naturaleza? Neoextractivismo, izquierda y alternativas”, Ecuador Debate, nro. 79, 2010, pp. 51-84.
[4] De allí que, como señala Svampa, hayan crecido los enfrentamientos entre tales gobiernos y los movimientos socioterritoriales, las organizaciones campesinas e indígenas, y los movimientos ambientales. Cf. Svampa, M., Las fronteras del neoextractivismo en América Latina, ed. cit., p. 12.
[5] Machado Aráoz, H., “Crisis ecológica, conflictos socioambientales y orden neocolonial: Las paradojas de Nuestra América en las fronteras del extractivismo”, Revista Brasileira de Estudos Latino-Americanos 3, nro. 1, p. 132.
[6] Svampa y Viale apuntan que actualmente desde los países centrales actualmente se está impulsando el “modelo economía verde con inclusión”, un planteo que extiende el viejo esquema financiero del mercado del carbono hacia otros elementos de la naturaleza (cf. Svampa, M. y Viale, E., Maldesarrollo: La Argentina del extractivismo y el despojo, Buenos Aires, Katz, 2014). Allí podemos listar el aire, el agua, el litio, el famoso “hidrógeno verde”, etcétera.
[7] Cf. Svampa, M., “Feminismos del Sur y ecofeminismo”, Revista Nueva Sociedad, vol. 256, 2015, pp. 127-131. Por su parte, Astrid Ulloa los denominará “feminismos territoriales”, entendiéndolos como aquellas “luchas territoriales-ambientales que son lideradas por mujeres indígenas, afrodescendientes y campesinas, y que se centran en la defensa del cuidado del territorio, el cuerpo y la naturaleza, y en la crítica a los procesos de desarrollo y los extractivismos” (Ulloa, A. “Feminismos territoriales en América Latina: defensas de la vida frente a los extractivismos”, Revista Nómadas, nro. 45, 2016, pp. 134).
[8] Cf. Svampa, M. “Consenso de los commodities, giro ecoterritorial y pensamiento crítico en América Latina”, OSAL, nro. 32, 2012, pp. 15-38.
[9] Cf. Wallace, R. Big Farms Make Big Flu: Dispatches on Influenza, Agribusiness, and the Nature of Science, New York, Monthly Review Press, 2016.
Octubre 2022 | Categoría: Artículo