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Ganado en la salida del sol

 El matadero argentino: cuando el sacrificio y la domesticación se erigen en identidad nacional 

El matadero argentino: cuando el sacrificio y la domesticación se erigen en identidad nacional 

Sabrina B. Salerno Fiasche

La barbarie no es estado accidental; tiene sus normas, sus leyes, moral consuetudinaria, sus arranques potentes de invención –muy viejos. Es que no somos un pueblo nuevo, ni un paisaje nuevo, ni un ensayo último. (1)

Ezequiel Martinez Estrada 

“La literatura argentina emerge alrededor de una metáfora mayor: la violación”, afirma –en los años 60– el escritor, profesor y crítico literario argentino David Viñas en referencia a uno de los textos fundacionales de las letras nacionales, a saber, El matadero de Esteban Echeverría. Respecto del mismo, es probable que, para la gran mayoría de las personas, resulte inolvidable la cruenta encarnación de la disputa entre unitarios y federales en el abuso acometido contra un jóven y desafortunado unitario. Sin duda, Echeverría describe vívidamente cómo este último es capturado y arrastrado por los federales hacia el lúgubre matadero de la Convalecencia o del Alto, siendo este el lugar en que se decidirá el destino de su condenada existencia. Así, en este escenario malevolente, y mientras algunos clamaban por su degollamiento, el Juez –principal figura de poder al interior del lugar– detuvo el inminente linchamiento exigiendo la traída hacia él del joven inmovilizado. “Este es incorregible”, exclamó un “negro petizo” al Juez, tras notar la desesperada resistencia del unitario. “Ya lo domaremos”, le fue respondido, justo antes del pedido de silencio por parte de la autoridad. Acto seguido, tiene lugar un enervado diálogo entre el Juez y el unitario, el cual sólo logra exacerbar aún más los ánimos de todos los allí presentes en contra del jóven capturado. Y así, en el ocaso de una vida sojuzgada, resonará vociferante la enseñoreada voz del mandamás: “abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa”.


Desde luego, resultaría insensato negar que la perspectiva sostenida aquí por Viñas permitió resquebrajar cierta tradición idealista de la historia literaria argentina. Es decir, una tradición basada en una narrativa condescendiente respecto del triunfo de un supuesto espíritu “civilizado” que, a su vez, se erigía silencioso mediante la subyugación y aniquilación de una corporalidad y/o materialidad “bárbara”. No obstante, y a pesar de reconocer la significatividad de un enfoque que signa en la sangre derramada las bases para la conformación de nuestra identidad nacional, considero necesario destacar que también hubieron otras vidas, así como otras muertes, que sangraron en pos de la misma. Certeramente, vidas y muertes que la agencia antropocéntrica se esmera en desestimar y que, por ello mismo, buscaré evidenciar en el presente escrito. En este sentido, la exclusiva referencia al unitario violado, al interior de un cuento llamado El matadero, ya debería tener que despertar en nosotros algún tipo de incomodidad o de inquietud adicional. Empero, es justamente el componente metafórico, expresado en la cita inicial por el propio Viñas, el que hace que el matadero –en tanto espacio donde se ejecuta la matanza de lo otro animal y la explotación de las vidas animalizadas– se convierta en una mera forma descriptiva de lo humano. Dicho en otros términos, lo que acontece aquí es que el referente ausente animal termina socavado y absorbido por una jerarquía centrada en lo humano y, especialmente, en un modo de ser humano asociado –mayoritariamente– a lo europeo, a lo blanco y a lo varón cis-hetero. De este modo, el privilegio humanista, que se erige por sobre todo lo otro, termina siendo tan inmenso que el mismo impide denotar el sentido literal del enarbolado matadero federal de Echeverría. Indefectiblemente, me refiero aquí a aquel sentido consistente en el despliegue de una tradición “viril carnívora”, “cruel” y “sarcofágica”–elevada a costumbre nacional– y legitimadora de lo que se consolidaría, en la segunda mitad del siglo XIX, y las primeras décadas del siglo XX, como el modelo económico agroexportador argentino.


Desde esta óptica, analizar la problemática establecida, según los términos propuestos, remite, a su vez, a un esquema aún más abarcativo, vinculado a una violencia estructural en el tratamiento de humanos y animales. En efecto, es dicha concepción la que, en última instancia, permite articular la presencia de diversas dinámicas de dominación, discriminación y opresión –como el sexismo, el racismo y el especismo– las cuales colocan a ciertos grupos en una posición de preponderancia, a la vez que marginalizan, asimilan y/o aniquilan a otros. En esta línea, nótese cómo la idea de “tratamiento”, enunciada previamente, ya da cuenta de aquello que implica “el pasaje del otro por las manos”. Y es que hay algo en ese “poder tener en las manos” que hace explícito el dominio sobre la alteridad, así como da cuenta de las prerrogativas del sujeto autos en su modo de apropiar lo diferente y de convertirlo a la propia mismidad. De esta manera, pensar en términos de una subjetividad tratante y carnicera, o viril carnívora, cruel y sarcofágica, se torna ineludible al momento de evidenciar el modo en que nos vinculamos con los animales de producción, con los humanos animalizados, y con el planeta todo en nombre de la ganancia.


A este respecto, considero pertinente retomar a Ezequiel Martínez Estrada, y a su libro Radiografía de la Pampa (1933) –citado al comienzo– puesto que encuentro en el mismo una significativa alusión a varias de las temáticas previamente desarrolladas. Inequívocamente, temáticas que estimo nos permitirán profundizar en nuevas perspectivas sobre el emerger histórico y literario-político del país. Así, Martínez Estrada desplegará en su obra una acuciante visión decadentista argentina, la cual se desplazará a lo largo del tiempo. Empero, lo interesante en este punto consistirá en destacar que dicha visión ya no estará centrada en un sujeto social –como acontecía con los federales “bárbaros” en El matadero de Echeverría– ni en un acto escindido –como se vislumbra en la sola referencia a la violación del unitario realizada por Viñas– sino en una inexorable y pasada (aunque a la vez presente) “escena primaria”. Pero, ¿cuál es dicha escena para Martínez Estrada? Sin lugar a dudas, es aquella que tiene lugar frente al cruento cruce entre el conquistador y la aparentemente “inhóspita naturaleza” de la Pampa. Y hago énfasis en “aparente” dado que, si bien hay numerosas lecturas canonizadas de este libro que identifican a la Pampa como un entorno desolado, contra el cual colisionaría la “civilización”, otras lecturas posibles denotan el conflicto de ubicar a la civilización “por fuera del problema de la Pampa, como una exterioridad […] impotente ante la abrumadora potencia destructiva de un paisaje sin historia”. Así, adherir a esta última interpretación permitiría comprender a lo soberanamente humano como imbricado en el conflicto con lo otro. Es decir, daría lugar a entender a la civilización como parte del problema de la Pampa, siendo esta última el espacio que uniría y, a la vez, enfrentaría a muerte al conquistador y al indio exterminado, al conquistador y a la mujer indígena violada, al conquistador y a la naturaleza vejada, al conquistador y a la animalidad dominada. De este modo, la Pampa pasaría a ser entendida como aquella intrínseca e imposible unidad entre civilización y barbarie, develando que tras la máscara del “espíritu” civilizado se encuentra, incesantemente, la apropiativa manipulación respecto de la vida, y la muerte, bárbara, y viceversa.


Entonces, con lo anterior en mente, y ante la tesis de que la literatura argentina comienza con la sola violación de un hombre unitario, quisiera insistir en la posibilidad de pensar la organización toda del mundo humano en términos de la ya aludida violencia estructural, o “escena primaria”, que supone el carácter sacrificial y domesticante de la cultura. Es decir, un carácter fundado en el sacrificio de lo otro animal, así como de lo que se considera animal en lo humano, y en la domesticación de la animalidad, entendida como doma, sujeción, amansamiento y docilización de las pasiones y conductas “salvajes”. Certeramente, es esto lo que constituye la identidad nacional para autores como Martínez Estrada, es decir, la introyección de una mentalidad conquistadora que no retrocede ante lo inabarcable del “desierto”. Por ello, y retomando el relato de Echeverría, quisiera destacar, de una vez por todas, la acallada muerte, no sólo del niño degollado, sino de los novillos asesinados, y del toro desollado, descuartizado y colgado en el matadero, teniendo en cuenta que estos últimos son sólo algunos ejemplos del sinfín de vidas humanas y animales que, sistemáticamente, son producidas para, luego, ser consumidas. Sin lugar a dudas, es esta la muestra irrefutable, y habitualmente obviada, de un accionar viril carnívoro soberano –individual o estatal– que se erige, incondicionalmente, por encima de todo lo otro, con el poder de vida y muerte previamente mencionado.


Ahora, si situásemos la problemática desarrollada desde la óptica de nuestro siglo actual, es decir, desde el siglo XXI, podríamos explicitar la mencionada transformación de lo vivo en material disponible en términos de una racionalidad “biocapitalista”. Es decir,  en términos de una lógica capitalista industrial estrechamente ligada a las ciencias de la vida y al control de la naturaleza toda con vistas a la producción de bienes. Así, es en el dominio de la desbordante existencia natural, animal y vegetal, tanto interna como externa, que la imperante razón calculante e instrumental del mundo capitalista logra su auto-conservación. En efecto, una auto-conservación, vinculada a un aniquilamiento de la diferencia, que el sistema y sus instituciones retoman de una tentativa propia del “Sí” –en tanto carácter idéntico y viril del hombre– para sobrevivirse a sí mismo. Incluso, en términos nietzscheanos, podríamos remitir la cuestión a la noción del “ideal ascético”, es decir, a la necesidad de protección y salud de una vida degradada que intenta defenderse mediante el sacrificio de todo lo extraño que pueda alterarla. De este modo, se denota cómo toda conservación supone, en última instancia, mecanismos tanatológicos que matan lo vital/animal en el hombre en virtud de un incesante intento de satisfacción de “necesidades superiores”. Pero, ¿cuáles son estas? Certeramente, aquellas consistentes en el sacrificio de la carne (humana y animal), al igual que en el disciplinamiento, sometimiento y usufructo de la misma como fuente de alimento, fuerza de trabajo y lugar de experimentación de fármacos. En este sentido, siguiendo a autores como David Nibert, podríamos aludir a las mencionadas prácticas como modos de desacralización de la vida animal y animalizada, cuyo objetivo consiste en facilitar la explotación de dichas vidas para el uso estrictamente humano. De hecho, el término preciso que el autor utiliza aquí es “domesecration”, el cual define como una “práctica sistemática de violencia en la que los animales sociales son esclavizados y manipulados biológicamente, lo que resulta en su objetificación, subordinación y opresión”.


Una vez explicitado lo anterior, considero menester retomar el cuento de Echeverría con motivo de descubrir la sanguífera historia animal que El matadero, y varios de sus intérpretes, omitieron al comprender dicho relato como el mero simbolismo de una historia humana, demasiado humana. En efecto, antes que una metáfora de lo federal, el matadero es aquel lugar que, desde fines del siglo XVIII, facilitó la matanza y el descuartizamiento de aquellos animales destinados al consumo. Certeramente, una “facilidad” atribuida a que, a lo largo del siglo XVII, los faenamientos se llevaban a cabo al aire libre y en el suelo, utilizando los cueros animales a modo de alfombra; mientras que, en el año 1771, y por disposición del Cabildo, los mismos se concentraron en los mataderos/corrales del Sud, del Alto, de la Convalecencia o de Santo Domingo. En este sentido, es aquí donde debemos situar el relato del escritor y poeta argentino, es decir, en “el matadero de la Convalescencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad”. Sin dudas, un lugar punzante, con zanjones labrados por corrientes pluviales que, a su paso, lavan la sangre seca o reciente animal. Un lugar con “fornidas puertas para encerrar el ganado”. Un lugar que en los inviernos se torna un lodozal donde “los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento”. Finalmente, un lugar con su propio y “terrible” Juez, “caudillo de los carniceros” y soberano de “aquella pequeña república por delegación del Restaurador”.
Equívoco sería, en este punto, insistir en una lectura metafórica de lo descripto, dado que fueron estas mismas condiciones deplorables de los mataderos –destacadas por Echeverría– las que indujeron, a mediados del siglo XIX, a considerar el traslado de las instalaciones hacia el sudoeste. Y es que, en última instancia, sólo la invisibilización del sacrificio de la sangre y de la carne –así como la naturalización de su presencia– permite su neutralización y proliferación en el mundo de la cultura. De hecho, este traslado se repitió hacia mediados de la década de 1880, cuando la municipalidad alegó la necesidad de alejar más los mataderos, en tanto los mismos aún se encontraban en ubicaciones demasiado céntricas. De este modo, se terminaron por elegir unos terrenos cercanos a la estación Liniers del Ferrocarril del Oeste que, actualmente, constituyen el barrio de Mataderos. Sin embargo, cabe destacar que, en principio, la zona recibió la denominación de “Nueva Chicago”, lo cual resulta desgarrador si se tiene en cuenta que Chicago es aquella ciudad estadounidense en la que, en 1865, se inauguraron los Corrales Unión. Es decir, aquellos corrales que “marcaron la mayoría de edad de la industria [cárnica], convirtiendo a Chicago en la capital de los mataderos de Estados Unidos”.
Llegados a esta instancia, y de acuerdo con lo expuesto, estaríamos en condiciones de afirmar que la aceptación acrítica de citas como las de Viñas continúan, al día de hoy, manifestando su ocultamiento respecto de una cruenta economía relacional entre el hombre y los otros vivientes. Indudablemente, una economía que se despliega, en tanto oposición, desde el momento en que la vida animal ha sido separada al interior del antedicho hombre. Es decir, desde el instante en que “la distancia y la proximidad con el animal han sido medidas y reconocidas, sobre todo, en lo más íntimo y cercano”. Por ello, se comprende que el proceso de lo identitario se haya presentado y establecido como constante huida de lo animal y como inacabable represión de todo aspecto pasional, material y corporal. Y de ahí, también, que se haga patente la necesidad de reconocer el transcurrir de una historia literario-política sacrificial, la cual signa en la sangre y en la carne la conformación de nuestras costumbres, de nuestra patria, de nuestra identidad nacional. Sin embargo, a su vez, resulta preciso vislumbrar que un otro hiere y desgarra esos lugares, en una instancia previa a la pretensión constitutiva de toda subjetividad. En efecto, un otro resquebraja e impide incesantemente, con su diferencia, la retracción del sujeto a toda propiedad. Así, desde la incerteza e incertidumbre que la otredad propicia, desde las presencias-ausencias que su existencia habilita, se torna ineludible el devenir de otros enfoques, de otras historias, de otras literaturas y políticas que ya no se consoliden desde una subjetividad escindida de toda alteridad. En este sentido, entonces, la resistencia de las vidas animalizadas. En esta línea, la reivindicación de lo otro animal. Y, de este modo, finalmente, el inevitable acontecer de una historia literario-política argentina que, tanto en la vida, como en la muerte, permite dar cuenta de la exuberante existencia de un “nos-otros” (im)posible ya, desde siempre, animal.

1 E. Martínez Estrada, Radiografía de la Pampa, Buenos Aires, FCE, 1993, p. 53. 

2 D. Viñas, Literatura argentina y realidad política, Buenos Aires, Ediciones siglo veinte, 1974, p.15. 

3 Cuento escrito entre los años 1838 y 1840, y publicado en 1871. 

4 E. Echeverría, El matadero; La cautiva, Buenos Aires, Biblioteca del Congreso de la Nación, 2020, p. 60. 

5 Ídem. 

6 Ibid, p. 61. 

7 C. Adams, La política sexual de la carne: Una teoría crítica feminista vegetariana, trad. ochodoscuatro ediciones, 2010, p. 51.

8 M. B. Cragnolini, Vivir de la sangre del otro: la violencia estructural en el tratamiento de humanos y animales, Santa Fe, Vera Cartonera Online, 2021, p. 9. 

9 Ibid, p. 10. 

10 M. B. Cragnolini, El gran carnicero y la pandemia, Erasmus, Revista para el diálogo intercultural, Vol. 23, N° 1, 2021, pp. 6-7. 

11 Publicado en 1942. 

12 M. Farías, Radiografía de la pampa: ¿La crisis de la nación liberal?, ficha de cátedra de Pensamiento Argentino y Latinoamericano, FFyL- Universidad de Buenos Aires, 2024, p. 9. 

13 Entiendo aquí por el sacrificio de lo animal, o de la animalidad, aquello que permite la conformación del mundo humano. 

14 M. B. Cragnolini, La comunidad de lo viviente en el trayecto de la soberanía incondicional a la incondicionalidad sin soberanía en M. B. Cragnolini (Comp.), Comunidades (de los) vivientes, Buenos Aires, La Cebra, 2018, p. 58.

15 M. B. Cragnolini, Vivir de la sangre de otro: la violencia estructural en el tratamiento de humanos y animales, Santa Fe, Vera Cartonera online, 2021, p. 13. 

16 M. Horkheimer y T.W Adorno, Dialéctica de la Ilustración, trad. J. J. Sánchez, Madrid, Trotta, 1994, p. 86. 

17 M. B. Cragnolini, Vivir de la sangre de otro: la violencia estructural en el tratamiento de humanos y animales, Santa Fe, Vera Cartonera online, 2021, p. 19. 

18 D. Nibert, Animal Oppression and Human Violence. Domesecration, Capitalism, and Global Conflict, New York: Columbia University Press, 2013, p. 12. 

19 E. Echeverría, op. cit., p. 50. 

20 Ídem

21 Ídem

22 Ídem

23 Ídem

24 C. Patterson, ¿Por qué maltratamos tanto a los animales? Un modelo para la masacre de personas en los campos de exterminio nazis, traducción R. Sala, Lleida, Editorial Milenio, 2009, p. 99. 

25 G. Agamben, Lo abierto. El hombre y el animal, trad. F. Costa y E. Castro, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2023, p. 35.

Diciembre 2024  |  Categoría: Artículo

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