DERRIDA FRENTE A LA "GUERRA SANTA" CONTRA EL ANIMAL. NI BINARISMOS NI CONTINUUM: PENSAMIENTO DE LA DIFFÉRANCE
Derrida frente a la "guerra santa" contra el animal. Ni binarismos ni continuum: pensamiento de la différance
Gustavo A. Romero
El 9 de octubre de este año 2024 se cumplieron 20 años del fallecimiento de Jacques Derrida. Animula quiso recordarlo en una de las cuestiones que nos interesan en la revista.
Impoder
El anthropos expresa su mayor poderío, quizás, en el acto de ver, en el poder ver. El animal que piensa y habla es, antes que nada, el animal que ve. Platón en su República ha ilustrado magistralmente esta concepción en sus tres alegorías: la del sol, la de la línea y la de la caverna. El ascenso en la escala del conocimiento implica una propedéutica de la mirada, un arte del aprender a mirar, y de ascender con la mirada; aprender a ver con los ojos del cuerpo, aprender a ver con los ojos del alma: el paso de la doxa a la episteme debe ser consumado. Los ojos del cuerpo (sensibles) y los ojos del alma (los ojos racionales del cálculo matemático y de la intuición intelectual) testimonian por excelencia el poder apolíneo de lo humano: aprender a ver permitirá aprender a pensar lo inteligible y a expresarlo con el lenguaje. Podríamos agregar también que para Platón este ascenso en el conocimiento de lo real debería unificarse con el ejercicio del poder político: el anthropos que alcanzó con su mirada las alturas ontológicas del Bien, debería gobernar; así, Bien y Verdad se realizarían políticamente y con Justicia en una epistemocracia.
La historia del pensamiento occidental se constituye a partir de este poder: el hombre ve; en cambio, el animal (como cualquier otro ente, vivo o muerto) es visto, está “naturalmente” determinado a “ser visto”. O bien porque han ignorado al animal en sus sistemas de pensamiento, o bien porque han pensado y reflexionado sobre la cuestión animal (han “visto a” los animales), los filósofos no han considerado el acontecimiento de “ser vistos” por el animal: no ha habido lugar para la irrupción de esa interpelación[1].
Podemos señalar dos momentos en los que Derrida expone la posibilidad de una puesta en cuestión de ese poderío humano del ver, pensar y hablar. 1) “Un animal me mira estando yo desnudo”, la escena que Derrida trae a la presencia en las primeras páginas de L’animal que donc je suis[2], y que recuerda a la gata de Montaigne, hace patente la irrupción de la alteridad animal en tanto mirada que interpela al humano en su “ser visto”; 2) la pregunta de J. Bentham que Derrida retoma: ¿pueden los animales sufrir?[3], pregunta que no apunta a la posibilidad del despliegue de una potencia calculadora que opere sobre la alteridad, no apunta a la posibilidad del ejercicio de un poder (como poder ver, pensar, hablar), por el contrario, pregunta por una pasividad, por un no-poder. En esta interrogación sobre el sufrimiento radica el ser-con de la muerte de todo lo viviente: la manera más radical de pensar la finitud que compartimos con los animales, “la angustia de esta vulnerabilidad y la vulnerabilidad de esta angustia“[4].
Piedad
Este impoder que expresa la vulnerabilidad del sufrimiento y la finitud de la vida indica la dimensión pática de la existencia. Esta dimensión del dolor convoca a la responsabilidad del filósofo en su tarea del pensar. Filosofar es pensar esta “guerra contra el animal”[5], comprometerse en ella, y hacer patente el modo en que como fundamento teórico de sus crímenes contra los animales el humano se atribuye la serie de atributos que en su megalomanía narrativa configura su historia (su autobiografía), historia en la que paradójicamente por una falta o defecto constitutivo propio, el humano se tornará amo y soberano del animal y de todo lo viviente.
Es el cruce de dos tradiciones (por un lado, el relato del Génesis; por el otro, el mito de Prometeo) el que dará forma a esta guerra contra el animal, guerra configurada con una lógica a la vez griega y judeo-cristiano-islámica. Y en esta historia en la que la sangre animal se bifurca cada vez con mayor densidad en los continentes y en los océanos, Derrida señala que en los últimos dos siglos (nosotros agregamos el siglo XXI al XIX y al XX) esta guerra santa contra el animal adquiere dimensiones “nunca vistas”: una violencia estructural de planificación industrial e informática que extermina la vida de determinadas especies, como así también organiza la (re)producción intensiva de otras especies para ser devoradas: dos formas de genocidio[6].
En esta guerra santa contra el animal, también en estos últimos tres siglos, emerge cada vez con más fuerza la pasión de la piedad, la pasión de la com-pasión, que no solo implica la necesidad de una ética como responsabilidad, sino también la obligación de involucrarse contra el sufrimiento y los crímenes que padecen los animales en el marco de esta violencia estructural.
Temblor
La tesis filosófica que es la vez la tesis del sentido común en la historia de Occidente establece una ruptura, un abismo-límite entre el Humano y el Animal. Derrida señala que desde Aristóteles a Lacan, pasando por Descartes, Kant, Heidegger y Lévinas, la posición es la misma: el animal está privado de lenguaje. El animal está siempre “privado de” logos, ese término griego que articula la facultad de la razón que tiene el poder de conocer el mundo con el poder del lenguaje para expresar ese conocimiento.
Derrida no se propone impugnar esta frontera que hace patente la lógica misma de Occidente acerca de lo viviente, o en términos generales, la frontera “naturaleza-cultura”. Lejos de querer disolver esta frontera, Derrida expresa con claridad absoluta que esa intención de impugnación no es más que un “sonambulismo demasiado tonto”[7]. Podríamos decir que es una forma del pensamiento romántico que con la palabra continuum termina por anular no solo la frontera mencionada, sino básicamente el pensamiento mismo de la différance: el continuum es para Derrida un anhelo de totalidad, totalizante y totalitario.
Derrida propone otra lógica del límite, a la que denomina limitrofia: “Dejemos a esa palabra un sentido a la vez amplio y restringido: lo que acerca los límites pero también lo que alimenta, se alimenta, se mantiene, se cría y se educa, se cultiva en los bordes del límite”[8]. La etimología del término, antes que remitir a una ruptura, separación e inconmensurabilidad abismal entre los dos lados delimitados por una frontera, evoca a la palabra griega trepho (alimentar) y a las afines trophe (alimento) y trophos (nutrición, crecimiento), que patentizan su significado literal del ensanchar y transformar espesando. La limitrofia no evoca un borde estático que separa sus dos lados, sino un espacio fronterizo que se ensancha y retroalimenta en la medida en que transforma espesando las innumerables diferencias que se entretejen entre la multiplicidad de los seres vivos que habitan sus márgenes. Ya no se trata de un único abismo que separaría al binarismo Hombre-Animal, sino que el pensamiento que acompaña la deconstrucción de ese binarismo da cuenta de una frontera atravesada por la vulnerabilidad pática del ser-con de la muerte de todo lo viviente, y que testimonia la deconstrucción de la unicidad metafísica de esta misma frontera.
Ni el binarismo Humano-Animal que estructura la lógica de la violencia occidental contra los animales, ni el romanticismo totalizador del continuum que anula las diferencias en un todo homogeneizador: se trata del temblor que horada las bases mismas de la estructura de la violencia contra los animales, pero no borrando el límite, sino multiplicando las diferencias en el límite mismo, dislocándolo, enloqueciéndolo, diseminando las diferencias para hacer honor a la multiplicidad misma de la vida, al Animot.
“No me aventuraré ni por un solo instante a impugnar esta tesis ni semejante ruptura ni semejante abismo entre ese «yo-nosotros» y lo que denominamos los animales. Imaginar que yo podría, que cualquiera, por lo demás, podría ignorar esta ruptura, incluso este abismo, eso sería, en primer lugar, cegarse ante tantas evidencias contrarias; y en lo que modestamente me concierne a mí, sería olvidar todos los signos que he podido dar, incansablemente, de mi atención a la diferencia, a las diferencias, a las heterogeneidades y a las rupturas abisales antes que a lo homogéneo y a lo continuo”[9].
Así hablaba Derrida.
[1] Con las excepciones, por ejemplo, de Montaigne y de Nietzsche, destacadas por Derrida.
[2] J. Derrida, El animal que luego estoy si(guiendo), trad. Cristina de Peretti y Cristina Rodríguez Marciel, Madrid, Trotta, 2008, p. 17 y ss.
[3] Ibid, pp. 43-44.
[4] Ibid, p. 44.
[5] Ibid, p. 45.
[6] Cfr. Ibid, p. 42.
[7] Ibid, p. 46.
[8] Ibid, p. 45.
[9] Ibid, p. 46.
Octubre 2024 | Categoría: Artículo